Comenzó “Luz belito”, se arremolinaron los sentimientos en nuestros corazones y se inició un mosh magnífico (pogo en inglés); su ronda satánica de atraer gente al centro y luego la reacción lógica: vomitar personas; adultos con sus hijos fueron expulsados violentamente del medio y corrían asustados (Un par de culos va a patear/de los que le juran más lealtad). Nuestro grupo se rompió, de 50 iniciales que éramos me encontré haciendo una avalancha hacia el centro con tres pibes más sorteando la masa (con permiso y de costado siempre se avanza mejor). Llegamos hasta la punta del escenario, la gente empujaba excitada, buscaban las primeras filas, ver al indio, ser protagonistas. Todos filmaban al escenario y saltaban, querían disfrutar y a la vez poder conservar ese momento que condensaba muchos estados de ánimo y conciencia; una escena posmoderna de uno de los shows más vigentes y tradicionales del rock argentino. Mientras avanzábamos veíamos a los desencantados que retornaban asfixiados, parecía que no se justificaba semejante hazaña. ¿Por qué ese deseo irrefrenable de llegar ahí? ¿por qué todos yendo y viniendo hacia el pogo primigenio?
Retornando por el lado izquierdo avanzó una bandera gigante de Argentina. La enarbolamos y la gente pedía a gritos tocarla, meterse abajo; abrían espacio y llegó casi al escenario. Sonó “Juguetes Perdidos” (Este asunto esta ahora y para siempre en tus manos) y lloviendo de cara al cielo, nos conmovimos hasta el punto del llanto; por último terminó con un magistral “Ji Ji Ji”.
El rock volvió a conquistar y reconfortar nuestras almas, ayudándonos a no bajar los brazos, seguir luchando, derramando metáforas que nos permitan crecer sin nunca perder la ternura. Nos recordó que lo último que se pierde es la esperanza: “cuando la noche es más oscura se viene el día en tu corazón”.
Agustín Pérez Marchetta
Salta, Argentina